Rafael Ansón; presidente de la Real Academia de Gastronomía
Decía Claude Tellier que “si comer es una necesidad del estómago, beber es una necesidad del alma”. Castilla y León es, sin duda, una región de una poderosa gastronomía, rotunda y magnífica, adaptada al territorio, pero nada sería de ella sin el acompañamiento de sus espectaculares vinos, situados, por derecho propio, entre los mejores de España.
De hecho, el vino adquiere vida propia en las diferentes Denominaciones de Origen que, como Ribera del Duero, Rueda o Toro, figuran, por razones evidentes, no solo entre las más prestigiosas de España, sino entre la élite de la enología europea.
Cigales, el emergente y diferenciado Bierzo, la singular Arribes, Arlanza, Tierra de León y Tierra del Vino de Zamora completan el conjunto de las DO castellanoleonesas, por no hablar de otros sellos más locales y también dotados de personalidad, como Valles de Benavente, Sierra de Salamanca o Valtiendas en Segovia. En conjunto, configuran una inmensa región para el viñedo en donde la fuerza y presencia de la tradición vinícola han hecho que en muchas poblaciones se celebren fiestas que conmemoran acontecimientos relacionados con el vino.
Las plantaciones de vid a orillas del Duero datan de la Alta Edad Media, de los primeros momentos de la colonización tras la Reconquista, y siempre han configurado esencialmente el paisaje castellano, heredero de los monjes de Cluny y también de los pobres campesinos que llegaban a Castilla en busca de un pedazo de tierra para cultivar.
Si el vino castellanoleonés lo bebieron los peregrinos que recorrían el Camino de Santiago y también los comerciantes de Medina del Campo en el Medievo, hoy se bebe en todos los confines del mundo adonde llegan muchos de ellos tan magníficos como los tempranillos o tintos finos de las zonas intermedias de la Ribera del Duero. Algunos de ellos únicos; los poderosos tintos de Toro y los singulares mencía del Bierzo, tres de las Denominaciones de Origen españolas que más me han emocionado y me siguen emocionando dentro y fuera de la región.
Me gusta tomar estos grandes tintos, sobre todo envejecidos, para acompañar grandes recetas de caza mayor, como el venado o el jabalí, donde emerge toda su sutileza. También, por supuesto, junto al lechazo de Castilla y León, siempre jugoso y cocinado con lentitud, o al tostón o cochinillo.
Valoro, asimismo, el éxito y la creciente popularización de los blancos verdejos de Rueda, versátiles y adaptables a muy diferentes propuestas gastronómicas; y de los rosados de Cigales, pequeño espacio del que proceden buenos acompañantes, por ejemplo, de un arroz meloso o incluso de una receta de caza menor de la tierra, como perdices o codornices.
Historia, calidad y diversidad son los tres valores esenciales del vino en Castilla y León, uno de los grandes paraísos enológicos del planeta. Decía un castellanoleonés ilustre, el vallisoletano Paco Umbral, aficionado a los tintos de la tierra, además de al whisky, que “el vino da vida al que lo bebe razonablemente”.
Les aseguro, como presidente de la Real Academia de Gastronomía y como recomienda el autor de ‘Mortal y rosa’, que he sido siempre, un bebedor razonable de los grandes vinos castellanoleoneses, sobre todo de los que he reivindicado, y que me han procurado momentos mágicos y satisfacciones sin cuento.
En la próxima presentación del Plan Estratégico de Turismo Gastronómico de Castilla y León, que se celebrará en la ciudad de Burgos, aprovecharé para destacar que el icono gastronómico de la comunidad son sus vinos.
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