Ricardo Ortega
Los ojos de Antonio Machado fueron los culpables de que este poeta, ensayista y dramaturgo llegara a ser lo que fue: uno de los grandes escritores españoles de todos los tiempos. Reflejó en su obra aquello que percibía a través de sus pupilas y fue tal su compromiso con el entorno, con la sociedad, con el paisaje, que todo ello le fue cambiando íntimamente.
A orillas del Duero el artista se convirtió en maestro, el escritor modernista descubrió “lo esencial castellano”, el solterón sin remedio se topó de bruces con el amor. Su relación con las mujeres ha hecho correr ríos de tinta, y es que nunca fue poseído por un amor de los que hoy podríamos etiquetar como convencionales.

Nació en 1875 y dejó escrito que su infancia había sido “un patio de Sevilla”. A los 32 años era un escritor consagrado, lo que no se tradujo necesariamente en que la tinta le permitiera ganarse el pan. Orientó su carrera profesional hacia la enseñanza y debió escoger entre tres posible destinos para su cátedra de Francés.
Entre Baeza, Mahón y Soria escogió esta última, y la causa de que así lo hiciera flota entre la realidad y la razón poética, casi soñada, como sucedió casi en cada capítulo de su vida. Cinco años pasó en la ciudad en la que traza el Duero “su curva de ballesta”, un escenario donde dieron un vuelco tanto su vida como su trayectoria artística.
Deberemos seguir sus huellas por lugares como el instituto Antonio Machado, la iglesia de Santa María la Mayor, donde contrajo matrimonio, o la ermita de San Saturio, uno de los espacios más sorprendentes de la ciudad. Esta iglesia es un hito del paisaje soriano y sobre todo de la poesía machadiana.
Levantada en el siglo XVIII sobre una gruta eremítica del periodo visigodo, es de planta octogonal. Destacan su espadaña y su curiosa linterna, pero sobre todo su ubicación sobre el río. El camino desde el casco urbano (que entonces sumaba apenas 7.000 habitantes) hasta este templo único fue uno de los itinerarios predilectos de Machado. Y de quién no, nos preguntaremos.

Comparten recorrido el monasterio templario de San Polo, que inspiró a Bécquer para escribir la leyenda ‘El rayo de luna’, y San Juan de Duero, junto al monte de las Ánimas y cuyo claustro románico -de influencia mudéjar- nos ofrece una de las postales emblemáticas de Soria.
A trece minutos de San Juan, pero al otro lado del río, nos encontramos la iglesia de Nuestra Señora del Espino. Junto al templo existe un olmo viejo, con resonancias al árbol aludido por el poeta, pero sobre todo deberemos acercarnos hasta aquí porque en su cementerio descansan los restos de Leonor, la joven y bella y desgraciada esposa de Antonio.
Abramos un paréntesis para recordar que en la pensión donde residía había conocido a la sobrina de los propietarios. Enamorado, esperó a ser correspondido para anunciar a la familia su compromiso. Ella tenía 13 años y no diremos más sobre este detalle, que con los ojos del siglo XXI nos parece escandaloso. Se casaron en la iglesia de Santa María la Mayor.
Retomamos el paseo por Soria y a ocho minutos de la tumba de Leonor, en dirección a la iglesia de Santo Domingo, nos aguarda el Instituto Antonio Machado, un edificio de fachada barroca, antiguo colegio de jesuitas, que todavía conserva el aula donde Machado impartió sus clases de Francés.

Hay que decir que el instituto fue bautizado con el nombre del poeta, pero también podía haberse llamado Gerardo Diego o Gaya Nuño, puesto que también estos intelectuales ejercieron el magisterio en sus aulas. En cualquier caso, poco duró la alegría en casa de Antonio y Leonor, los dos enamorados.
Ella enfermó y falleció de tuberculosis, en lo que fue el más triste capítulo de la vida del poeta, quien abandonó la ciudad y recaló con sus huesos en Baeza, Jaén. Pero no fue feliz en su regreso a Andalucía y debió buscar la fórmula para acercarse a su ansiada Madrid. Entre 1915 y 1918 estudió por libre la carrera de Filosofía y Letras, con lo que dio algo de cuerpo a su menguado currículo. Así pudo optar a un nuevo destino, y en 1919 abandonó Baeza con destino a Segovia.
Llegó a la ciudad del Eresma el 25 de noviembre y a los pocos días se mudó a la pensión regentada por doña Luisa Torrego, en la calle de los Desamparados y a menos de un tiro de piedra de la magnífica iglesia de San Esteban. En esta casa, donde pagaba cinco pesetas al día, se encuentra en la actualidad la Casa Museo de Antonio Machado, de visita obligada para los interesados en su figura o en su obra. Hay que decir que los paseos del poeta por el Duero aquí se trocaron por la ribera del Eresma, más recogida e íntima pero de belleza como mínimo similar.

Junto a ambos ríos halló la inspiración, aunque hay que consignar que en Segovia se implicó de forma más profunda con la intelectualidad local. Fue mayor su compromiso con los desfavorecidos y también se aceleró su toma de partido a favor de las libertades. Contribuyó a fundar la Universidad Popular Segoviana, en la que ofreció cursillos nocturnos y gratuitos a obreros de la ciudad.
Quince minutos lleva recorrer el camino entre la pensión y el actual Instituto Mariano Quintanilla, donde impartió sus clases de Francés: un buen ejemplo de arquitectura modernista, hoy declarado Bien de Interés Cultural. Es fácil imaginar al autor de ‘Campos de Castilla’ ascender por la calle de los Desamparados hasta la Plaza Mayor, descender por la actual Calle Real, atravesar el Azoguejo y ascender en paralelo al acueducto para iniciar su jornada laboral.
En esta época escribe menos poesía y se inclina por el teatro, el trabajo periodístico y el ensayo. Quizá por ello siempre se ha considerado más machadiana la ciudad de Soria -donde vivió cinco años- que la de Segovia, en la que ejerció durante trece cursos.
Desde Segovia, Machado se desplaza semanalmente a Madrid, donde sigue de cerca la actualidad cultural y política, una proximidad a la capital que le permitirá encontrar el amor por segunda vez. Han pasado trece años desde la muerte de Leonor y Machado vive una segunda juventud cuando, en junio de 1928, conoce a Pilar Valderrama, poetisa madrileña perteneciente a la alta burguesía.

Este de la madurez (“la soñada miel de amor tardío”) fue un amor más bien platónico, casto a pesar del deseo expresado por Machado, pues Pilar era una mujer casada. Eso sí, despechada por las infidelidades confesadas por su marido. Estamos en los años 20, no lo olvidemos, y Machado debe buscar un seudónimo para su amada, su musa, su oscuro objeto de deseo.
Fue Guiomar durante ocho años de casta relación, tres más hasta la muerte del poeta en el exilio, once más hasta la publicación por Concha Espina de la existencia de este extraño vínculo y, en fin, tres décadas más hasta la publicación póstuma de ‘Sí, soy Guiomar’, donde las cartas quedaron sobre la mesa.
El último hito de esta ruta machadiana por Castilla y León se debe situar en Paredes de Nava, en la Tierra de Campos palentina. En la finca El Carrascal de la localidad, propiedad de su suegra, se refugió Pilar-Guiomar tras el golpe de Estado que dio inicio a la Guerra Civil. Fue esa finca la inspiradora del nombre Guiomar, puesto que se encontraba en el antiguo señorío del poeta Jorge Manrique. Tanto Pilar como Antonio, amigos o amantes sin serlo, sentían veneración por este poeta, marido de Guiomar de Castañeda. Punto y seguido palentino para un amor que nunca quedará sepultado, así pasen cien o mil años.