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El amor abulense de Rubén Darío

Esta es una historia de amor. La de una campesina abulense analfabeta y un genio de las letras castellanas

Texto: Raúl G. Leralta. Fotografía: Silvia del Río

Francisco Silvela fue diputado en las Cortes Constituyentes de 1870 por Ávila, formando parte del grupo conservador de Cánovas del Castillo, y representó al distrito abulense de Piedrahíta hasta 1905 durante las Cortes de Restauración. Pero en esta ocasión su vínculo con la provincia de Ávila no tiene que ver con la política, y nos traslada a las propiedades de la familia, a sus tierras de cultivo en San Martín del Pimpollar, en el alto Alberche, en las estribaciones del Puerto del Pico, por las tierras en las que el terrible bandido Pedro Piñeiro, ‘el Maragato’, inmortalizado por Goya, desarrolló sus fechorías de robos, asaltos e incluso asesinatos. Aún podemos observar su famosa cueva, terrenos de ganadería extensiva, de trashumancia, zona de conexión con el sur de la sierra de Gredos.

Nuestra visita nos lleva a hablar de Celestino Sánchez, hombre de campo, agricultor serrano de Navalsauz, anejo de San Martín del Pimpollar, que durante años fue persona de confianza, en lo que a labores agrícolas se refiere, del afamado político.

Esta estrecha relación de confianza entre Silvela y Celestino fue la que le llevó a Madrid con toda su familia para trabajar como jardinero de los jardines de la Casa de Campo, durante el reinado de Alfonso XIII, la primera de las dos ocasiones en las que Silvela fue nombrado presidente del Consejo de Ministros, allá por el año 1899.

Y fue esa primavera, cuando Celestino se esforzaba en mostrar todo el esplendor del real sitio, para lo que contaba con la inestimable ayuda de su hija mayor, Francisca Gervasia Sánchez, que se dedicaba a las zonas más delicadas de flores y plantas aromáticas, cuando se produjo un encuentro que llevaría aparejada una bella historia de amor, de valentía, de superación y, cómo no, de tristeza y resignaciones.

Francisca era una joven de 20 años, nacida en Navalsauz. Abulense, campesina, analfabeta y a la vez inteligente, resuelta, guapa y con un encanto especial. Trabajaba con sus flores cuando se acercaron dos apuestos

 caballeros, con el atuendo clásico de la bohemia literaria modernista de la época, uno de ellos con largas barbas y gafas redondas, el otro con rasgos latinos, bigote y tez morena.

Los dos caballeros trajeados en cuestión eran Ramón del Valle-Inclán y Rubén Darío, este último ya reconocido mundialmente como ‘el Príncipe de las letras’ y desplazado a España como cronista del Diario La Nación de Buenos Aires para trasladar su visión sobre nuestro país en lo referente a dos cuestiones por entonces de candente actualidad: el impacto de la pérdida de las colonias, y algo que mucho interés despertó al otro lado del océano, que era el desarrollo que se estaba viviendo en Europa del fenómeno de la modernidad, el surgir de las nuevas tecnologías, la industrialización y el crecimiento de las grandes ciudades, que de alguna forma supusieron el principio del éxodo del mundo rural.

El flechazo entre ‘el Príncipe de las letras’ y Francisca fue inmediato, y ese día todo cambió en la vida de ambos.

El escritor nicaragüense, casado en su país, según se dice, de forma obligada, y ella, una mujer de poco más de 20 años a finales del siglo XIX, fueron capaces de anteponer el amor y su voluntad a la de su familia, y sobre todo a la forma de pensar de la época: la de una España en la que, pese a los primeros movimientos de Revolución Liberal, la mujer, y sobre todo la de las clases más bajas, tenía una complicada situación social, laboral y política. La mujer no podía votar ni ser votada; sus funciones estaban centradas en la atención al hogar y la familia, y la incorporación laboral principal tenía que ver con el servicio doméstico, tareas agrícolas o puestos de baja cualificación.

Nada de esto se interpuso entre los dos. Tampoco el hecho de que ella conviviera y tuviera hijos con un hombre casado, que además estaba vinculado a la alta sociedad madrileña y a los entornos más intelectuales, mientras Francisca se crio en un entorno rural sin grandes medios, que no le habían permitido ni siquiera aprender a leer y escribir. Contó para ello con la ayuda de escritores de la época que sentían verdadera afinidad e incluso admiración por Rubén Darío, como el propio Valle Inclán, Antonio Machado y la que se convirtió en su amiga y confidente, Emilia Pardo Bazán.

Desde el encuentro en la Casa de Campo hasta la muerte del escritor, el 6 de febrero de 1916 en su ciudad natal, transcurrieron 27 años: Madrid, París, cuatro hijos, aunque tres fallecieron de forma prematura. Ella fue su ayuda constante, demasiadas veces en la distancia. Su apoyo frente al alcoholismo y su musa e inspiración en muchas ocasiones.

El legado son cartas, libros, poemas dedicados a Francisca, y un escrito que narra con pormenores el viaje de Rubén Darío a Navalsauz, a la Fiesta de la Virgen del Rosario y a conocer a la familia de Francisca, que detalla aspectos interesantes del medio rural abulense, desde las ventas y mesones que encuentran en el camino que hacen a lomos de un burro desde la capital hasta las suculentas comidas y cenas. Describe el traje de las mozas, que define como ‘paletas’, y menciona los bailes de dulzaina y tamboril, la costumbre de los enamorados de engalanar con ramos las casas de las muchachas solteras a las que pretendían, o el propio ramo de laurel que se decoraba en honor a la Virgen…

Después de la muerte del escritor, Francisca retornó al pueblo, y volvió a casarse. Ella guardó durante el tiempo que convivieron toda la correspondencia, las obras y muchos documentos y escritos originales, y ya en el pueblo lo custodió todo en un baúl azul, paradójicamente igual que el libro de cuentos y poemas de Rubén Darío que él le regaló para cortejarla, y con el que ella comenzó a aprender a leer. Años después este baúl fue donado por Francisca al Gobierno de España para constituir el archivo más importante que existe sobre el escritor nicaragüense.

Francisca murió en Navalsauz en 1963, a los 84 años de edad, y los pocos habitantes que quedan en este pueblo de las estribaciones de la sierra de Gredos la recuerdan como esa mujer valiente que arriesgó todo por amor, y que tuvo el privilegio de convivir con los máximos exponentes del modernismo hispánico y de la generación del 98.

A FRANCISCA SÁNCHEZ

 

Ajena al dolor y al sentir artero
llena de la ilusión que da la fe,
lazarillo de Dios en mi sendero,
Francisca Sánchez, acompáñame.

En mi pensar de duelo y de martirio,
casi inconsciente me pusiste miel
multiplicaste pétalos de lirio
y refrescaste la hoja de laurel.

Ser cuidadosa del dolor supiste
y elevarte al amor sin comprender;
enciendes la luz en las horas del triste,
pones pasión donde no puede haber.

Seguramente Dios te ha conducido
para regar el árbol de la fe.
¡Hacia la fuente de noche y de olvido,
Francisca Sánchez, acompáñame!

 

Rubén Darío

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