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Los ‘Relatos Pereginos’ de José González Torices: los lobos de San Francisco

En México, en su tradición oral, existe la leyenda del “cordonazo de San Francisco”. Consiste en agitar su túnica y el cordón que usa para sujetarla, lo que hace cambiar el tiempo y a “muchos corazones” de los seres vivos

José González Torices
José González Torices

 

Por aquel entonces, los pies mendicantes de Francisco de Asís galopaban impacientes hasta el albergue de San Santiago, en la trocha jacobea. Diciembre entre nieblas. Allí le esperaba la bondad de Roque Seisón Barajas, el santero.
-Ya tardanea -repetía el pensamiento virginal de Seisón y luego-: Ahora lo divisa mi mirar escalando su fatiga por aquellos tesos. ¡Que las avecillas bendigan al Señor, pues ya llega!
A los pocos ratos, apareció fray Francisco. Llegaba el andariego desde la ciudad italiana de Gubbio. Sus zarandeadas carnes rezumaban caminos espinosos, seres de mal talante, vientos malarios, hambres sin cuchara y dulces palabras de panal de abejas. Sujeto a un ramal traía a Makuria, el asno rey; burro zamoranoleonés, especie protegida por su inteligencia universitaria (y no por sus méritos políticos). Los lomos del jumento cargaban con unas abultadas alforjas vaticanas. A lo más lejos, le apedreaban al frailuco los aullidos de los lobos pardos. La mirada del venerable atisbaba que los depredadores eran cuatro y correteaban por una tierra cercana a Palazuelo de Vedija, población de Valladolid.
-¡Ay Dios mío! -exclamaba su lamento-. Confirma mi sí que dan aire a sus patas agitadas por el olor de las ovejillas que llevo dentro de las alforjas. Es el hambre que les azota el vientre.
Le pareció que el más voluminoso de todos ellos era el patrón de la manada. Este animal vestía pelo oscuro y aullaba con más fuerza, imponiendo su caprichosa ley a los demás cofrades.
-¡Ya lo avistan mis ojos! –aplaudían los párpados de Roque Seisón-. ¡Menos mal! Temía que las alimañas lo hubiesen devorado, sin atragantarse, con hábito conventual incluido. Nunca sacian a las bestias la sangre ajena. Son como los déspotas que gobiernan nuestras libertades. Amén. Perdón, Dios. No quería ofender al diablo.
Llegó, pues, fray Francisco de Asís. Abrazó a su amigo Roque y luego le narró las peripecias del viaje. Y también cómo, durante todo el caminar, había padecido los amenazantes aullidos de los lobos. Aullidos que hervían por los cuerpos de las mártires ovejas, como cuchillos encendidos. Aullidos que las despellejaban a las mansas en el Teso de Villalpando. Barruntaba, el de Asís, que aquellas alimañas añadían a sus colmillos las carnes del asno Makuria y la sangre del propio monje.
-Eso es todo –concluyó el religioso-. Tengo a Satán dormitando en mis miedos. Pero mi alma confía en el cielo.
-Eres muy valiente, Francisco.
-Lo justo para huir del dolor.
Y Seisón le preguntó fijándose en el fardo que cargaba el burro.
-¿Qué traes ahí, en las alforjas? ¿Son estampas religiosas?
Asís le respondió:
-Son las figuras del Portal de Belén. Yo mismo las modelé con el barro de los alfareros de Pereruela. Aquí traigo la cueva de Belén. El Niño, María y José son de raza negra. Mis dedos los colorearon con tiza de carbón. ¿Por qué no africanos?
-¡Africanos!
Y añadió el religioso:
-Aquí, además, cargo ovejas, perros, cerdos, un buey, un asno, gallinas, palomas, pastores, labriegos y un frasco con las lágrimas de políticos arrepentidos por los crímenes cometidos contra la humanidad. Con las lágrimas haré un río pequeño. No hay para más. Quizá, con el tiempo, pueda que me den para un océano. Pero por ahora… ¡Nadie quiere llorar! Prefieren que gimoteen sus esclavos. ¡Ay, Dios!
-Dejemos descansar a Dios. Bastante tiene con sostener las pateras para que a sus ocupantes no se los trague el mar.
Francisco y Roque colocaron las figuras en la vereda a Compostela.
-¡Un belén!
-Sí, como la vida misma. ¡Un belén!
Uno de ellos dijo que faltaban los Reyes Magos. Uno de ellos respondió que “no era necesario, pues la monarquía estaba muy desacreditada”.
Por la noche, se escucharon aullidos de lobos. Los santos hombres asomaron su curiosidad por la ventana. Observaron alucinados cómo los caninos arrastraban a las ovejas del belén. Los pastores dormían; los perros dormían; Dios dormía. El único que velaba era Makuria, el asno rey. Éste no dejaba de rebuznar enfrentándose a las bestias con coces y mordiscos. Pero Makuria murió desangrado por las dentelladas de los lobos sin religión ni patria.
-¡Maldito sea el diablo! Vivimos en una tierra de lobos, entre lobos –maldijo Roque-. ¡Pobres corderitos sin escuela!
Entonces, fray Francisco se desató el cinturón blanco que le sujetaban las libreas; hizo unos nudos en él y, con voz y silbo de viento huracanado, ordenó:
-Que vengan acá todos los lobos de esta región desvencijada.
Y todos los caninos de la planicie –que eran toneladas- se presentaron ante el fraile. Sus palabras amenazantes les obligaron a arrodillarse sumisos y obedientes. Todos menos uno, el Golfo, un pariente lejano de Gubbio. El Golfo era un lobo chulo, que engordaba su cuerpo acicalado gracias a sus mentiras y festejos-sanguijuela. Como se mofaba de las piadosas órdenes del fraile, un enjambre de abejas le obligó, a golpe de aguijonazos, a acudir a la llamada.
-Aquí estoy, aúúú, fray Francisco. ¿Qué quieres de mí? Nadie tiene poder sobre un elegido democráticamente. Yo soy la ley y el mismo Tribunal de Justicia, tanto divina como humana.
Francisco, con mano firme y el pensar muy claro, se acercó junto él y, azotándolo con el cinto, le propinó zurriagazos en su mala conciencia y, luego, le preguntó:
-¿Por qué matas mis ovejas?
El animal respondió:
-Porque tengo hambre.
-Anda y yo y el de más allá, no te fastidias.
El lobo arrepentido de tanto llorar, se convirtió en oveja. ¡Beee, beee, beee!
Y el fraile, con el agua de aquellas lágrimas, inauguró un pantano para su belén.
Y las ovejas, para defenderse, aullaban como descosidas. ¡Aúúú, aúúú, aúúú!
Era Navidad.
El lobo y las ovejas cantaban villancicos.

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