El complejo de la Catedral de la Asunción, en Valladolid, muestra la ruina de una antigua colegiata dedicada a Santa María, pero sobre todo los restos de sí misma, como si dando la vuelta a la lógica de las cosas pudiera alcanzar el estado de ruina un edificio que nunca llegó a existir del todo
Ricardo Ortega
La ciudad de Valladolid luce una cicatriz de piedra y ladrillo a escasos metros de lo que un día fue una villa amurallada, junto al cauce hoy enterrado del río Esgueva y sobre el perfil de una ladera que convirtió en quimérica la pretensión de erigir un edificio de dimensiones colosales, representativo del espíritu de la Contrarreforma. La vallisoletana Catedral de la Asunción se proyectó como un templo emblemático del catolicismo, pero un terreno arduo y serias dificultades económicas dejaron un edificio a medio construir. El cierre provisional de la obra ofrece la estampa de una ruina entre soberbia y decrépita, pero también el embrujo de las obras maestras inconclusas.
Detrás de una blanquísima fachada de estilo herreriano, escoltada por una torre señera, el templo se extiende de Norte a Sur, entre las plazas de la Universidad y de Portugalete, y muestra al mundo dos amputaciones como perenne recordatorio del proyecto de levantar en la ciudad del Pisuerga el segundo templo más grande del catolicismo, solo por detrás de la basílica de San Pedro.
El primer muñón corresponde a la torre oeste, construida en los primeros años del siglo XVII y afectada gravemente por el terremoto de Lisboa de 1755. Las correspondientes labores de consolidación mantuvieron la estructura en pie pero no impidieron que terminara por derrumbarse 86 años después.
El segundo costurón es más crudo y también más ilustrativo del proceso de construcción de la fábrica, que corre paralelo al devenir de la propia ciudad y de una diócesis de reducido tamaño, además de muy reciente en aquel entonces, lo que conllevaba unos recursos económicos limitados.
La herida revela el estado en que quedó el templo por falta de fondos, con un edificio construido en apenas el 40 o 45% del proyecto inicial, y cerrado por un muro y tres ábsides provisionales que han protegido el interior durante tres siglos y medio. Son ese corte y las ruinas de la antigua colegiata lo que se observa desde la plaza de Portugalete, al oeste del edificio, con un espectáculo entre soberbio y decrépito que otorga a la catedral el aspecto de un gigante herido que se resiste a derrumbarse.
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