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Nuestras propias Notre Dame

Me van a permitir -a perdo­nar quizá no- que pontifi­que, exagere y sea un necio con las siguientes líneas. Demago­go incluso.

Rafael Varón
Rafael Varón. ArqueoClio

Miraba la tele con estupor. Sin poder quitar la vista. Entre incré­dulo y fascinado: estaba ardiendo Notre Dame de París, con una furia y una rabia que parecía imposible de contener por los esforzados equipos de apagafuegos parisinos y ante un desolado público que asistía a esa tragedia. Provocada por un descuido. Años de cultura perdidos por un despiste. Se su­cedieron las noticias en aquellas horas. Se contuvo el fuego. Y en­tonces se avecinaba una avalancha de recursos económicos que des­cubren la generosidad de las y los mecenas franceses para solucionar una situación excepcional.

A este lado de los Pirineos, y en esta orilla del Ebro, esa situación es más bien habitual. Quizá era más fácil apartar la mirada, pero las re­des sociales han permitido que se alcen algunas camisas ensangren­tadas.

Ahora podemos ver situacio­nes que antes eran solo percibidas por las personas muy cercanas. Las damas de nuestra comunidad, da igual que de León o de Casti­lla, da igual que una antigua iglesia parroquial, una ermita, torre, cas­tillo, molino, crucero… han ardido y llevan ardiendo un montón de décadas.

A veces las llamas brotan en nuestro televi­sor, o en nuestro teléfono móvil. A falta de sofisti­cados equipos de bomberos vemos la asistencia que les procuran, pa­ciente e impacientemente, las per­sonas que viven en sus entornos, y que lo llevan haciendo desde hace generaciones. Es posible que al­guien de su familia reparase -a su costa, y con no poco esfuerzo- la primera gotera que apareció en el ábside de aque­lla iglesia románica allá por el siglo XII, reforzase el cubo del molino comunal en el siglo XVII o saliese de vereda para arre­glar cualquier otra cosa hasta hace bien poco.

Eso se ha inte­grado en el ADN, en el código genético de las personas que no se han rendido ante el fuego, las lluvias, las nevadas, las he­ladas, los expolios y la desidia amén de un largo etcétera de chispazos ca­suales que, de vez en cuando, cul­minan con un tejado hundido, una espadaña caída, una talla desapa­recida y un hueco entre nuestros cromosomas que se rellena con ol­vido.

No soy ajeno a apreciar que nuestras administra­ciones y nuestros próceres acu­den a reparar y dignificar nuestro patrimonio. Sé que estaré siendo demagogo -seguro- pero hay que reconocer que cuando hay fondos y voluntad nuestra Junta, dipu­taciones, ayuntamientos, minis­terios y obispados se ponen a la tarea y cumplen, a lo grande, con su/nuestro legado. Siendo todavía más justos, también se aplican en lo pequeño: solucionar una gotera o un retejado nos puede parecer una acción de poco lucimiento qui­zá, pero evita males mucho mayo­res.

El mecenazgo es más complejo. A falta de la tantas veces prome­tida ley que lo facilite, las grandes fortunas se reservan, o para lo que es muy vistoso, o para lo que les es muy querido, como aquellas do­naciones que hacían los indianos a sus pueblos de origen.

Vemos que el compromiso llega de los pequeños, de aquellas per­sonas que recibieron de sus ma­yores un patrimonio que convie­ne trasladar, mejorado, a nuestros menores. Observo con sorpresa y agradecimiento los pequeños montantes económicos que llegan a través del micromecenazgo. Esos ‘pocos’ euros -cada cual sabrá qué es lo que es poco en su bolsillo-que vuelcan ustedes a través de las plataformas en línea -qué mo­derneces- sirven para contener el fuego de Notre Dame, bien sea en Sáseta, Quintanilla de Riofresno, Cogeces del Monte o Valcabado.

No discriminemos con el patrimonio

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