Me van a permitir -a perdonar quizá no- que pontifique, exagere y sea un necio con las siguientes líneas. Demagogo incluso.
Miraba la tele con estupor. Sin poder quitar la vista. Entre incrédulo y fascinado: estaba ardiendo Notre Dame de París, con una furia y una rabia que parecía imposible de contener por los esforzados equipos de apagafuegos parisinos y ante un desolado público que asistía a esa tragedia. Provocada por un descuido. Años de cultura perdidos por un despiste. Se sucedieron las noticias en aquellas horas. Se contuvo el fuego. Y entonces se avecinaba una avalancha de recursos económicos que descubren la generosidad de las y los mecenas franceses para solucionar una situación excepcional.
A este lado de los Pirineos, y en esta orilla del Ebro, esa situación es más bien habitual. Quizá era más fácil apartar la mirada, pero las redes sociales han permitido que se alcen algunas camisas ensangrentadas.
Ahora podemos ver situaciones que antes eran solo percibidas por las personas muy cercanas. Las damas de nuestra comunidad, da igual que de León o de Castilla, da igual que una antigua iglesia parroquial, una ermita, torre, castillo, molino, crucero… han ardido y llevan ardiendo un montón de décadas.
A veces las llamas brotan en nuestro televisor, o en nuestro teléfono móvil. A falta de sofisticados equipos de bomberos vemos la asistencia que les procuran, paciente e impacientemente, las personas que viven en sus entornos, y que lo llevan haciendo desde hace generaciones. Es posible que alguien de su familia reparase -a su costa, y con no poco esfuerzo- la primera gotera que apareció en el ábside de aquella iglesia románica allá por el siglo XII, reforzase el cubo del molino comunal en el siglo XVII o saliese de vereda para arreglar cualquier otra cosa hasta hace bien poco.
Eso se ha integrado en el ADN, en el código genético de las personas que no se han rendido ante el fuego, las lluvias, las nevadas, las heladas, los expolios y la desidia amén de un largo etcétera de chispazos casuales que, de vez en cuando, culminan con un tejado hundido, una espadaña caída, una talla desaparecida y un hueco entre nuestros cromosomas que se rellena con olvido.
No soy ajeno a apreciar que nuestras administraciones y nuestros próceres acuden a reparar y dignificar nuestro patrimonio. Sé que estaré siendo demagogo -seguro- pero hay que reconocer que cuando hay fondos y voluntad nuestra Junta, diputaciones, ayuntamientos, ministerios y obispados se ponen a la tarea y cumplen, a lo grande, con su/nuestro legado. Siendo todavía más justos, también se aplican en lo pequeño: solucionar una gotera o un retejado nos puede parecer una acción de poco lucimiento quizá, pero evita males mucho mayores.
El mecenazgo es más complejo. A falta de la tantas veces prometida ley que lo facilite, las grandes fortunas se reservan, o para lo que es muy vistoso, o para lo que les es muy querido, como aquellas donaciones que hacían los indianos a sus pueblos de origen.
Vemos que el compromiso llega de los pequeños, de aquellas personas que recibieron de sus mayores un patrimonio que conviene trasladar, mejorado, a nuestros menores. Observo con sorpresa y agradecimiento los pequeños montantes económicos que llegan a través del micromecenazgo. Esos ‘pocos’ euros -cada cual sabrá qué es lo que es poco en su bolsillo-que vuelcan ustedes a través de las plataformas en línea -qué moderneces- sirven para contener el fuego de Notre Dame, bien sea en Sáseta, Quintanilla de Riofresno, Cogeces del Monte o Valcabado.