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La becada, un enigma en lo profundo del bosque

El collar electrónico de Urko pita de continuo en mitad del arbolado como si fuera un búho ululando sin cesar. El setter inglés está de muestra. Inmóvil, jadea y exhala nubes de vapor que se disipan poco a poco entre las encinas del tupido montarral.

Es en el enclave de Treviño, el territorio burgalés ubicado en la provincia de Álava. Javi Pinedo -el mirandés de Fefasa que ha criado y mimado a Urko desde cachorro- sigiloso, se acerca intentando adivinar por dónde volará la becada (Scolopax rusticola). El propósito es abatirla cuando emprenda la huida. Llega Zuri, de repente, la setter de su compañero de caza, que detiene su carrera con un frenazo en seco para quedar tumbada sobre la hojarasca y el brezo, a patrón.

Es diciembre, ha llovido y no hay más de siete grados, pero da igual. La tensión del momento deja aparte cualquier inconveniente. Óscar, el cuñado de Javi, se sitúa con la misma cautela al otro lado para cubrir esa zona. Los segundos se hacen eternos hasta que el zurrido de un aleteo característico alerta a la pareja.

Se escuchan las detonaciones de dos disparos muy rápidos, el tronchar ramas de los perros en persecución de la sorda y cómo, luego, uno pregunta al otro si ha dado en el blanco. “No, casi no la he visto. Ha salido muy tapada…”, responde Javi justificándose algo compungido. Ahora toca la rebusca.

En estos tiempos en los que casi todo es diferente a lo que era no hace mucho -incluso la actividad cinegética-, la caza de la sorda con perro conserva la mayor parte de ese romanticismo que la ha convertido en casi leyenda. El perro, un bien perro, es fundamental. Sin la colaboración de él, que en muchos casos se convierte en un compañero de vida, perdería todo el sentido.

La chocha perdiz -según los diferentes territorios se la conoce como becada, arcea, oillagorra, cega, pitorra…- es de hábitos crepusculares para alimentarse y el desplazamiento. El resto del tiempo permanece oculta en zonas boscosas, confiando en el mimetismo que le proporciona su plumaje de tonos rojizos, ocres, pardos y negros.

Todo de verdad

A diferencia de otras especies salvajes como perdices, faisanes, codornices… nadie ha logrado reproducirla en cautividad. Su hábitat es el bosque y se reparte por toda la geografía castellanoleonesa, de octubre a marzo, procedente de las zonas de cría en el norte y este de Europa, en busca de terrenos con menos hielo y nieve en los que poder alimentarse de las lombrices y larvas que captura al clavar el largo pico en el suelo húmedo.

Castilla y León, un territorio agraciado con la biodiversidad, cuenta con zonas privilegiadas para la chocha en sus nueve provincias. No ha sido un ave preferente en la agenda cinegética de los cazadores locales hasta hace poco. La merma de las poblaciones perdiceras y el contagio de la pasión que traen consigo los procedentes de la cornisa cantábrica están cambiando eso.

Pinares y encinares llanos, hayedos y robledales con fuertes pendientes y regados por chispeantes regatos son paisajes encantados que sirven de escenarios de ensueño en diferentes lugares de la geografía castellanoleonesa para emocionarse con el trabajo del perro de becadas.

Becadero de la vieja escuela

El padre de Javi, Carlos, es un becadero de la vieja escuela. Prefiere que el perro cace más cerca de él. Como cuando no existían los actuales collares con GPS, ni los sonoros, que indican en todo momento qué hace el perro en medio del tupido follaje que impide verlo.

Ahora es habitual que un perro vaya a la sorda a trescientos metros y más del cazador. Algo impensable cuando la única tecnología disponible era un campano como el que llevan ovejas o cabras. Por supuesto, las botas y demás vestuario tampoco tienen nada que ver. Hay escopetas de poco peso, con cañón corto y estriado para que el plomeo abarque más.

Y sin otros cambios. Lo sustancial se mantiene. El sordero conserva intacta su pasión por esta enigmática ave, recorriendo laderas de hayas, robles, pinos y encinas. Subiendo y bajando regatadas, revisando los bordes arbolados de los pastizales aunque haya helado, llueva, granice o haga calor, con su compañero del alma recorriendo sin descanso el terreno.

En ocasiones regresarán a casa solo con la recompensa de vislumbrar el fugaz aleteo de la chocha o de haber oído un leve rumor en ese mismo lance. El entorno y el esfuerzo también satisfacen. Más que el morral. Suficiente para que regresen al monte la próxima jornada repletos de ilusión.


Reportaje gráfico: Alfredo Allende

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