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A por conejos

Son las dos y cuarto de un sábado cualquiera de febrero. La furgoneta avanza, poco a poco, esquivando los baches del camino polvoriento de concentración parcelaria en la comarca de Medina del Campo (Valladolid). El invierno ha sido poco generoso en lluvias y la temperatura ya avisa de que la primavera se acerca. El día está soleado. El vehículo se detiene junto a unos montones de tierra en los que se puede ver, entre la vegetación de grandes cardos ya muy resecos, material de desecho de la construcción. Hay cascotes de ladrillo, uralita, placas de hormigón, tubos de plástico y de PVC… En el radiocasete deja de sonar el ‘Lau teillatu’ y los dos ocupantes descargan sendos transportines en los que hay cinco hurones, varios macutos con las redes para capturar los conejos, una mochila con refrescos y otro recipiente que está todavía vacío.

Agroseguro, la entidad española que gestiona los seguros agrarios, ha abonado en 2018 más de un millón de euros como indemnización por los daños ocasionados por los conejos. Se ha multiplicado por cuatro respecto al año anterior. De una u otra manera, el control de las poblaciones se ha convertido ya en una obligación. “Aquí se veían bastantes hace tres días”, asegura Fabián Urtueta, un ‘lekeitiarra’ que conoce bien la zona. Es él quien dirige la expedición para capturar todos los lagomorfos que les sea posible.

Tiene a su nombre uno de los permisos que da la Administración con el propósito de reducir la plaga de estos animales, que ocasionan importantes daños en los cultivos al alimentarse de ellos. Los taludes están repletos de agujeros por los que entran y salen los conejos a la red de galerías que han excavado para habilitar cada espacio, en el que convive una familia, al lado de otro habitáculo de cuevas bajo el suelo. La composición arenosa es la ideal. Los montones de tierra de excavaciones, los taludes de la vía férrea y otros lugares así les sirven para establecer su casa. Ahí pueden cavar fácil y si, además, tienen qué comer cerca ya no precisan mucho más.

Trasladan en silencio todos los pertrechos hasta una de las pilas de tierra. A solo una treintena de metros respecto a donde se han detenido. En silencio, y sin perder tiempo, comienzan a tapar con las trampas cada uno de los accesos al entramado de las galerías. Las ha confeccionado él, a partir de redes que utilizan en el Cantábrico para la pesca. Red, un par de anillos metálicos y cuerdas. No hace falta más para hacer esta trampa. Sencilla, pero eficaz. Una vez que las salidas están custodiadas con las trampas, Fabián hace que entren tres de los hurones bajo el suelo. Muy pronto comienza el ajetreo. Desde la superficie se percibe la vibración, y se oye a los conejos que intentan huir del depredador que ha entrado en su territorio. Las carreras bajo el suelo les mantienen en vilo.

El primero trata de salir con tanto ímpetu que rueda por el suelo envuelto en la red y logra zafarse antes de que uno de los tramperos pueda cogerlo. El hurón -un mustélido domesticado hace más de dos mil quinientos años para cazar conejos– sale poco después en busca de una presa que ya se le ha escapado. El macho blanco de nutrido pelaje vuelve sobre sus pasos y se adentra de nuevo en las galerías. Cuando los hurones salen del cazadero los recogen, quitan las redes que de inmediato colocan en otro majano y repiten la operación. Así es la jornada de caza con hurón, de una colonia a otra sin que sea necesario desplazarse grandes distancias para ello.

La tarde transcurre animada por las anécdotas que protagonizan tanto los animales cazadores como los cazados. Cuando el conejo se queda atascado abajo, el hurón tarda más en regresar a la superficie. A veces Fabián recurre a dar repetidos pisotones sobre el suelo o hace sonar una piedra contra otra para atraer la atención del mustélido y recuperarlo. Una hembra vivaracha, con pelaje oscuro, es la que más se hace esperar. A las siete, cuando el sol ya está al caer del todo y comienza a refrescar, dan por concluida la jornada de caza.

No ha sido muy fructífera en capturas porque solo se van del campo a casa con nueve conejos en el zurrón. “En el pueblo hay más, pero no tengo autorización aún. Hay una finca en la que el año pasado ya no pusieron cereal porque se lo comían todo”, explica. Vuelven a la furgoneta con los pertrechos a cuestas y, empujados por la brisa que llega del sur, se alejan para regresar otro día. El recorrido hasta llegar a casa va acompañado de planes para la próxima salida. Desde el coche revisan con la mirada zonas por las que corretean lagomorfos a los que ahora nada amenaza. En los transportines viajan los hurones, que regresan a su hogar habitual, donde recibirán una alimentación que bien se han ganado.

Animalistas versus cazadores

Los encontronazos entre el sector cinegético y el animalista parecen enconarse día a día. Con la Administración como actor implicado y la Justicia en forma de campo de juego. Son tres veces las que ha fallado el Tribunal Superior de Justicia en un año contra la práctica de la caza. El tercer fallo, del 6 de marzo, paralizaba la Orden Anual de Caza de 2018. La entonces portavoz de la Junta, Milagros Marcos, advertía de que “no se puede cazar en Castilla y León”, aunque también matizaba que de la prohibición se mantenían exentos los permisos que estaban concedidos con anterioridad. Lo que sí resultaba evidente en ese momento era que en ningún caso se podrían conceder nuevos permisos de caza.

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