“La mente lo es todo.
Lo que piensas, en eso te conviertes”
Siddhartha Gautama Bubdha
Dimos tierra de sepultura cristiana, hará algunas semanas de vendimia, al cuerpo y a la muerte de Hilario Cienfuegos Justos. Un ser, este Cienfuegos Justos, bien catado su andar trotón por los caminos, aldeas y ciudades, oteado y saboreado por el sobrenombre de ‘El peregrino de la mochila blanca’. Siempre, este peregrino cabalgaba repartiendo con su hisopo caridades.
Le proporcionamos el descanso eterno a aquel andariego con una concha de vieira. Así sería identificado como un amigo del apóstol Santiago y este podría interceder por él más fácilmente. Nos hubiera complacido haberle proporcionado tumba, arrimado al Apóstol, en el cementerio situado en la trasera de la plaza del Obradoiro, a los pies del Pazo de Raxoi.
Pero aquellos fosos funerarios, para los difuntos peregrinos, ya habían desaparecido siglos antaños. Pero sí paseamos el ataúd por los alrededores de la antigua muralla de la ciudad. La comitiva fúnebre se detuvo ante la “Porta de sancto Peregrino”; para que de este modo san Jacobo se diera por enterado del fallecimiento de su devoto y pedigüeño Hilario Cienfuegos Justos e intercediera por nosotros, que no por él, pues era tan santo, que no lo necesitaba.
Arriba en el teso, os ‘mormiará’ mi pinchada palabra el porqué. Le llegó el óbito así de repente, después de que ladrara con gusto un perro, ronroneara con placer un gato negro y se paseara por los tejados de uralita, con grotesca chulería, el graznido de un asalariado cuervo oscuro, ave de mal agüero, cartero de malas noticias, representante del infortunio, compañero inseparable de las brujas, rufián en los aquelarres y pócimas con los sapos.
Agonizó su corazón de tanto amar al prójimo y amarse muy poco a sí mismo, rara cosa, que, sin duda, es el otro prójimo más cercano y odioso. Allí estábamos, subidos a nuestros pies, chascando vocablos de alabanza, en el funeral glorioso de Hilario. Una multitud de lamentos permanecíamos junto a la estampa de su memorable recuerdo; al lado de aquel fúnebre tieso cuerpo silencioso; el mismo que entonaba himnos revolucionarios, sermones contra la injusticia, como se arrojaba en abofetear las simplezas e insensateces de los políticos.
Allí, al lado de su fosa, con la esfinge del santo Jacobo, en aquel coso del cementerio repleto de silencios donde braman las muertes más bravías, allí estábamos los maleantes, hambrientos y pordioseros del mundo y más gente de bondadosa conducta. No faltaba ningún miembro de su familia, sus enemigos- si los tuviera o tuviese, que lo duda mi duda-, amigos y arrepentidos de no haberlo sido.
Pero resaltaba, entre todas las figuras allí presentes y extrañas, la de la jueza Nicencia Piso Piedra. Aquella mujer vestía toda de blanco, de los zapatos al sombrero. Toda de blanco, como sus lágrimas, yo diría, sembradas de harina. Acarreaba un ramo de rosas rojas y un quejido que todos podíamos percibir, muy similar al de las urracas que zanganeaban al redor de los cipreses y acacias:
–¡Ay, ay, ay!– se lamentaba la jueza, como si se arrepintiera de algo que nosotros ignorábamos.
¿Por qué plañía la plañidera? ¿Acaso era su amor secreto? Solo Dios, el sabio entre los sabios más humildes, lo supiera; pero el adivinador divino se callaba como un cuco, que es lo que suele hacer, para que los humanos leamos sus silencios. Unos los interpretan desde el coraje de ateísmo; otros, desde la fe del carbonero.
-¿Por qué gime la señora jueza?
Y ella, con las lágrimas pegadas al pañuelo:
-¡Ay, ay, ay! –con oscuro lamento.
Y todos los allí reunidos, con piel en llanto, dentro de nuestros pesares de amor zarandeado, entonamos con brío el…
-¡Cumpleaños feliz…!
Sí, el cumpleaños feliz, coño. Porque toda la muerte de un pobre, como Hilario, nevaba sobre nosotros toda la felicidad, la dicha de un santísimo seglar (pues se diría que la mayoría de los venerados en los altares son religiosos y llegaron hasta allí gracias a los dólares que invirtieron en su santidad), “velaría por nuestros tropiezos de sangre y alma”, como afirmaba, entre inciensos, el sacerdote Remigio Buenafuente Medroso en su panegírico evangélico, después de ensalzar la errante vida del misericordioso Hilario Cienfuegos Justos, que en la gloria de los gloriosos esté, disfrutando de las mermeladas de frambuesas que a su glotón estómago tanto le complacían. Amén por los siglos infinitos, amén.
-¡Viva Hilario Cienfuegos Justos, nuestro protector! ¡Nuestro hurrahéroe!
Era este Hilario Cienfuegos Justos un volcán gigante en el alma de Yahvé, en el espíritu de Alá o en la sabiduría natural de Buda Gautama: ser sin dolo, humilde, servicial, pobre. Fue un indigente consigo mismo, que se peinaba, diríase, con el mismo tenedor que le daba de comer; era una generosa panera para los menesterosos del Urbi et orbi, para la ciudad de Roma y de todo el mundo. No en vano, todo el dinero que recaudaba para llevar las súplicas, las necesidades de las gentes a Santiago para que obrara algún milagro, todos los euros, digo, los repartía entre los más necesitados del camino jacobeo.
Por este motivo, fue asaltado por unos rumanos, le arañaron los ahorros de la mochila blanca y lo abandonaron malherido en la cuneta. Pobrecillo este Hilario Cienfuegos Justos. ¡Qué le vamos a hacer!
-¡Aúpa el tenedor de Cienfuegos Justos!
Apeaba sus carnes, para descansar la fatiga, en los camastros del albergue del Santo Santiago, regentado por el santero Roque Seisón Barajas, su amigo por las trochas de la bondad, la sonrisa y el abrazo. Allí esperaba, cada 17 días, con verdadera devoción, a Cienfuegos Justos, para que abrevara su hambre en un plato de patatas adecentadas con pizpiernos sin bautizar, hasta que llegaba la bendición de la mesa: “….el pan nuestro de cada día dánosle hoy por los siglos de los siglos sin amén; que el amén es como echar la clavija a todas las puertas de los cuerpos taquicardios”.
Luego de saciar el apetito, los dos gastaban conversaciones animadas. Cienfuegos confesó a Siesón que su alma estaba muy satisfecha y feliz; que ya podían las muertes, si hubiera muchas, que las había, llamar en el picaporte de su cuerpo y llevarle a hombros con ellas. Que él ya había cumplido con la vida y la vida con su apellido de “cienfuegos”. Para eso le nacieron, para apagar incendios humanos. Y el último…
-¿Cuál fue el último, Hilario? –le preguntó Roque.
-Como sabrás –le respondió la voz de Hilario- me dedico a recoger esquelas y peticiones de pueblo en ciudad, que luego acarreo en la mochila blanca hasta la cripta sepulcral, bajo el camarín donde está el cuerpo de Santiago con sus dos discípulos, Atanasio y Teodoro. Delante de él, abro la mochila blanca y le leo las esquelas y peticiones que me confían los creyentes, los dudosos y los ateos para que el santo matamoros acuda a sus peticiones y las bendiga y apruebe los milagros. Yo, entonces, si se porta como un caballero con espada y caballo incoloro (por aquello de no ser sectario), le regalo una vela encendida. Y si no se aviene, si no me hace caso subo donde está enjaulado, dándome la espalda, y le digo al oído cuatro cosas que sólo él oye. Es mi enfado. La mayoría me las concede. La última, tan deseada, me la regaló mucho antes de un mes.
-¿Cuál fue, Hilario Cienfuegos? –preguntaba Roque con curiosidad curiosa.
-La de Epifanio Doble Santo.
-¿Epifanio Doble Santo, Hilario? ¿Quién fue o es este ser?
-Doble Santo es un sabio y respetado profesor de instituto: muy admirado y apreciado por todos. Una de sus alumnas le acusó de haberla violado y dejado embarazada. Mintió. Mentir para matar. Sus padres lo demandaron. La prensa se cebó morbosamente con el maestro. La sociedad, sin conocer la verdad de los hechos, repudió su comportamiento. El honor y la fama de Epifanio Doble Santo resultó degollada públicamente.
La jueza Nicencia Piso Piedra le dio cárcel sin juzgarlo de momento. Ya en la prisión, fue abofeteado y acosado por dos reclusos. Yo sabía que era inocente, como muchos de sus compañeros. Y lo era. Yo rogaba a san Santiago que intercediera por el condenado sin causa. Y Jacobo ni me prestaba atención. Su mujer, doña Sabina, siempre me decía: “A usted que le escucha san Jesús y san Jacobo, pida por mi esposo. Que se descubra toda la verdad, la falsedad, la mentira; que se le libere de la trena y que recupere su honradez tan injuriada, tan denostada”.
Y yo le suplicaba al compostelano que hiciera algo, que descendiera de su caballo albino y con la espada plateada se liase a pinchazos con los insolentes. Y esto ocurrió ya cumplidos algunos años. Un día se presentó en la zancada de mi camino doña Sabina y me vino a decir: “Mi marido Epifanio es inocente. La jueza Nicencia Piso Piedra, que está irritadísima, ha ordenado que le abran la puerta de la cárcel y dejen libres a sus lágrimas. La muchacha que acusara a mi marido ha dado a luz y ha confesado que el padre del bebé es un chico mayor que ella, drogadicto. Y había acusado al profesor por haberla suspendido en matemáticas y recordado que las malas compañías no eran nada buenas. Algo que no le había perdonado el dedo de la acusadora”.
-¡Vaya qué historia, Hilario!
-¡Vaya qué tragedia! Estas miserias se repiten, por desgracia.
-Y ahora, amigo Hilario, ¿quién devuelve el honor y la fama al profesor? Siempre quedará una mancha que no cicatriza en el corazón bondadoso del educador. ¿Qué hace y dice la sociedad?
-Callar, callar. ¡A la sociedad le falta valentía, coraje y voz rebelde para protestar contra las mentiras! Así nos va, ¡maldita sea!
-¿Pudiste hablar con la jueza, Hilario?
-Pude parlar con ella, con Nicencia Piso Piedra. La jueza, junto a mí, lloró, me abrazó y me besó. Adiviné lo que le pasaba. A más que nadie le escocía el alma.
Después de buen cenar, el peregrino de la mochila blanca subió a la habitación, rezó lo que fuera, releyó las cartas que portaba dentro de la mochila blanca, y sus ojos se bordaron de alegría. Pensó en el profesor liberado e inocente; pensó su pensar en la jueza Nicencia Piso Piedra. El santo Santiago había iluminado a la juzgadora que había destapado la verdad del acoso al enseñante.
-¡Gracias, san Santiago!
Roque Seisón Barajas preguntaba a Hilario Cienfuegos mientras desarreglaba una gaita vieja, pues sus torcidas y magulladas manazas no habían espigado destrezas en los talleres de las canciones:
-¿Te pasa algo, Justos? Habla tu hablar con mucho entusiasmo. Tienen músicas tus acentos.
-Nada, Roque. Que el san Santiago de Santiago de Compostela me ha deshollinado el enojado que tenía contra él. Le estoy mandando un rosal de gracias. Antes me enfadada con Jacobo. No me concedía lo que le pedía. Nunca me oía. Siempre me daba la espalda y el muy…Estaba sordo. Le tendré que comprar un audífono.
-Los santos no oyen, Cienfuegos. Los santos siempre están a lo suyo, disfrutando con los cardenales de manga ancha y palabra fácil de la pastelería divina. Nosotros, los humanos, somos los “apagafuegos” del Señor Jesús. No hay más.
-Pero ha cambiado de forma el triángulo y me ha concedido el remover el ánimo de la jueza Piso Piedra a favor del mártir profesor, ya sabes. Ahora, si me lo concede la muerte, puedo morir en la santa paz del peregrino.
Como repite mi agudo y tenaz abecedario, lo halló cadáver, con el corazón apagado, desnudo el corazón de haber regalado tanta caridad. Las carnes de aquel cuerpo estaban mustias, templadas y pálidas, casi albinas, casi incorruptas.
Pero los ojos los tenía abiertos, como lunas verdes. Barruntó el tal Roque Seisón Barajas que sus ojos beatíficos los tenía así para ver y saber quiénes iban a acudir a su funeral. O qué cara ajustarían al verlo encajonado en aquel féretro con los brazos cruzados, ombligo contra techo, revestido con las libreas polvorientas del peregrino san Santiago, medio sonriente al lado de la muerte. Como ya repito, sin intención de molestar al público, Roque Seisón Barajas no consiguió despertar a su entrañable amigo Hilario Cienfuegos Justos, por más que lo intentara con unos empujones en el pecho, unos sorbos de agua de Lourdes y siete oraciones, entre credos, avemarías y padrenuestros. Ni el Señor Dios ni el Señor Diablo correteaban por allí para poderlo resucitar. Es lo menos que podían haber hecho por su servidor, dice mi decir, digo. Se entretenían Dios y el Diablo (no sé “diablo” tiene que ir con minúscula siempre) en jugar al futbolín en un bar de poca reputación. Lo podían haber hecho perfectamente, con poco esfuerzo y algo de interés; como, asimismo, lo pudieron intentar, con un soplo divino y humano, los 14 santos y santas protectores contra la peste y otros escozores. Porque Dios y el Diablo pocas veces están donde tienen que estar, apacentando a su rebaño con responsabilidad. Amén.
Dimos tierra de camposanto a Hilario, el peregrino. Ahora, postrada de rodillas, a la jueza Piso Piedra se la enroscaban las emocionadas lágrimas por la cara, camino de la tumba de Hilario Cienfuegos Justos. Yo, en un descuido, me llevé la mochila blanca del peregrino Hilario. Mi deseo deseaba ser como el difunto de la mochila blanca: un alma humana de bondad por el Camino de Santiago. Amén.