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Los zotes de Fray Botarate

Roque Seisón Barajas, el santero del albergue del Camino de San Santiago, escribió un whatsapp a fray Botarate, ser de escasa luminaria, primo en religión y púlpito de aquel fray Gerundio de Campazas, catedrático en necedades. En él vino a estornudar los siguientes vocablos:

-“Aúpate a tus pies fray Botarate y dales pasos veloces para que vengan ya hasta el sanatorio de mi albergue. Muchos cuerpos te necesitan. Sus carnes padecen el Fuego de San Antón. Les arde la piel. Necesitan un saco de agua bendita para que apague su hoguera endemoniada. Dios está de vacaciones y tú, candoroso fray Botarate, eres su botica. Corre, deja atrás la sombra de tu sombra y corre. Muchos de ellos son políticos. De tanto mentir, el pecho de su cuerpo se ha mudado en un volcán del Kilimanjaro, que no cesa de humear y despedir saliva envenenada. Anda, pon prisa a tu prisa, fray Botarate”.

José González Torices
José González Torices

Fray Botarate, que había escalado con sus sudores y bufidos hasta el Pico de las Yeguas para estar más cerca de las cosquillas de Dios, dio fuelle a sus pulmones y gritó su voz:

-Ahora conduzco a mi cuerpo hasta tu albergue y en dos santiamenes me presento ahí, dichoso Roque Seisón. Entretanto, sermonea a los que padecen el incendio de San Antón para que reciten la Constitución española en alto tono, comprendiendo lo que dicen, que lo duda mi duda. ¿Lo has entendido, Roque? Mientras estén entretenidos, el humo de las llamas irá derritiéndose hasta que yo llegue con el agua boticaria.

Seisón le volvió a escribir y preguntar:
-“¿Qué Constitución? ¿La Pepa de 1812, la de 1834, 1837, 1845, 1869, 1876, 1931, 1978? Demasiado trabajo. A muchos de ellos les amodorra la lectura. Algunos se jactan de no tener el certificado de estudios primarios y otros han copiado en los exámenes para sonar más cultos. Tocan la chifla como el burro flautista. ¿Qué hago, fray?”.
-Pues que recen un padrenuestro sin faltas de ortografía.
-“Tampoco saben rezar, fray Botarate”.
-Pues que se rocíen las heridas con pis de orina de toro negro. Más no puedo hacer hasta que llegue.
-Pues aquí te espero friendo un huevo”.
-Amén.

La andada del fraile descendió del Pico de las Yeguas a todo tropezón. Magulló su cuerpo al dejarlo caer al suelo, que los pedruscos y cantos lo abofetearon siete veces. Sangraban las piernas por los arañazos. El pensar del religioso repetía dentro de sus dolencias: “Más sufrió Cristo y padecen los esclavos en las manos caprichosas de la voluntad sin ley de los gobernantes. Y ahora me reclaman para que mi alma les propine la gracia de la extremaunción, por si acaso les tienen que juzgar en el Valle de Josafat. Que se aguanten contando ovejas para sus urnas. Si padecen el Fuego de San Antón, que sepan que las llamas del infierno los están acosando. No se irán de rositas de este vulgar barro. A buenas horas, santos diablos. Son tan orgullosos que no saben rezar un padrenuestro, ya digo. Son tan envidiosos, que son capaces de matarse entre ellos por un trozo de podrida carne de asno, de oveja, de… de gentes sencillas, que son la hucha de sus votos. Son lobos depredadores. Dios lo sabe y se calla el muy tunante. También los desprecia porque trepan a los árboles para insultarlo desde la copa y burlarse de todos aquellos que cruzan por su lado. Hasta los escupen desde su ficticio paraíso.

Fray Botarate descendió del monte. Dormitó su cuerpo junto a las aguas del río Porma para luego despertarlo y llevarlo a reventar su sed a una fuente del pueblo de Vegas del Condado. Allí estaba saboreando el agua con un trozo de queso palentino y una rebanada de hogaza que le diera en limosna Domitila, una fervorosa y virgen mujer de La Bañeza. Luego, atragantado por la tos y las migas, alzó los ojos para agradecer al cielo aquellos dones. Y fue cuando su mirada se topó de bruces con aquel ser de raza oscura, espigado y flaco, con ganas de banquetear su apetito.

Fray Botarate le preguntó:
-¿Quién eres y a dónde te traen los pies?
Él confesó llamarse Dudumizi, que en lengua suahili significa cuclillo; que lo habían parido en Etiopía y pertenecía a la etnia guyi; que hablaba el español por haberlo copiado de un misionero comboniano; que su cuerpo padecía selvas, desiertos, guerras en el Congo… hasta paladear las costas próximas a Boujdour para, luego, embarcar en una patera hacia España, donde las calles estaban empedradas de oro, según le dijeron los engaños. Ya en la travesía, el mar se volvió loco, zanganearon las olas y perecieron muchas vidas anónimas. La suya se había salvado por milagro, pero había extraviado uno de sus ojos, el azul, que el otro era de color azabache. Eso dijo al fraile, después de exclamar su voz herida, que sangraba lamentos:
-¡Haki, justicia!

Fray Botarate se abrazó al etíope, le dio su bendición y lo besó en el rostro, percibiendo que su aliento despedía en hedor a hambre. Como ya no le sobrara bocadillo, le invitó a que rezase el padrenuestro y que se detuviera en aquellas palabras sacrosantas de “el pan nuestro de cada día dánoslo hoy”.
-Reza, hijo. Ten confianza en la providencia del Señor, hijo.
Y él respondió:
-Lo rezo todos los días, pero Dios está sordo. Será porque ya es viejo y tiene olvidados a los estómagos de piel negra como el mío tan adornado de telarañas sin luz, siempre a oscuras.
El fraile le reprendió:
-No blasfemes. Primero Dios alimenta a los políticos, luego a los de su iglesia y después… si le sobra algo, que lo dudo, lo reparte en sorteo entre la chusma. ¿Lo has entendido?
-¡No!
Y el fraile le recitó, mirando al cielo, con voz angelical:
-“Bienaventurados los que tienen hambre y sed… porque ellos serán hartos”. ¿Lo has entendido, Dudumizi?
-¡No!
-Ten fe, pues.
-¡No!

Para que se tranquilizara su hambruna, le dio a besar su hábito monacal. Tuvo suerte que pasó la andada de Demetrio Casipán para saludarlos. Este era un trotabarros pedigüeño, de alma bondadosa, que se alimentaba casi de los propios mocos y de algunos pelos de su descuidada barba. Se acercó su corazón a Dudumizi y sus manos dadivosas le regalaron una tableta de rancio chocolate, la misma que le había dado en limosna doña Ciriaca, la viuda de un terrateniente que reventó de un empacho de marisco y lo sacaron, ya tieso, de un prostíbulo. Era senador en Madrid y por su ánima el pueblo se enlutó: sin escuela los niños, banderas a medio palo y misas fúnebres, prohibiéndose cantar el Soy minero, de Antonio Molina, pues al tal no podía despertársele del panteón familiar, por si acaso.

-¿Ves cómo la Providencia divina sustenta a sus hijuelos, igual que hace con los pajarillos del viento? Escucha lo que dice la Biblia Jubileo 2000: “Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan ni recogen en alfolíes; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros mucho mejores que ellas? Responde, Dudumizi.
Este le contestó:
-No respondo con la boca llena. Estoy degustando el chocolate regalado.
El fraile le dijo:
-Si tu corazón tuviera algo de compasión, me hartaría con un poco de ese manjar. Tú, tal vez, padezcas la diabetes. No abuses, no te vayas a atragantar. No estás acostumbrado a tanto despilfarro intestinal. Yo cuido por tu salud. Anda, déjame chuparlo.

Y la mano descontenta de Dudumizi le ofreció un esquinazo de la tableta. La palabra del frailuco se quejaba de que era poco, solo una mica sin sustancia, y que si andaba tan tacaño por los días de los días, iba a arder en los infiernos por no saber compartir la caridad cristiana. Dudumizi, visto lo escuchado, pues el hambre le mordía el vientre, se tragó el poco chocolate que le quedaba, obligando a su garganta a toser en el ahogo. Así quedó la cosa.

Roque Seisón Barajas redactó un nuevo whatsapp suplicándole que corrieran sus sandalias hasta el albergue de San Santiago. Allí le esperaban impacientes los cuerpos sufridores por las quemas y ardores del Fuego de San Antón. A ese escrito respondió la voz de fray Botarate, andando hacia el albergue:

-¡Ya voy, jolines! ¡No me atosigues!
Los pies del fraile, ya hechos bojas, y los del etíope, que solo pensaba en degollar su hambruna, pusieron sudor a su camino. En aquel trayecto, hasta que les recogiera un tractor, las manos del religioso se afanaban en bendecir a todo ser que pasaba junto a ellos: al niño de la mujer embarazada, a una liebre acribillada por los perdigones del cazador, a un buen hombre cojo al que le había echado de casa su poco linda esposa, a un verdugo avión militar, de los que llaman “ataúdes y que se dirigía desde Rusia a Ucrania para aplastar cuerpos… A todos ellos repetía el frailuco:
-Que os hable Dios si pasa junto a vosotros.
A su vez, el cuerpo del fraile se detuvo ante un grupo de “árboles lunares”, plagado de palomas mensajeras. Allí les sermoneó:

-Acudid, avecillas de Dios, a poner paz entre las enemistades.
Cuando esto decía su palabra doctrinal, una bomba desprendida de los cazas “ataúdes” las desencuadernó a las torcaces. Allí resucitaron los lobos depredadores para zamparse los restos inservibles. Quiso también el deseo de Dudumizi acaparar unas tórtolas para asarlas y saborearlas, pero le gritó el grito de fray Botarate:
-No toques sus alas.
El sumiso africano le respondió:
-Ya, pero los lobos vendrán a disfrutarlas.
Sin comentarios.

Anduvieron los zancajos de los caminantes en horas de sol y lluvia. Sufrieron sus olfatos los desagradables purines de las aguas residuales, de seres putrefactos, de peces descompuestos, de granjas de cerdos, pollos y ovejas…
-Huele a excrementos, qué asco –vomitó el fraile-. Dios no huele así. Solo los humanos contaminan el medioambiente.
Dijo al etíope:
-Sí, Dios huele a pan sudado por nosotros. Nosotros olemos a lo que hacemos y somos. ¿O no?
-Sí.
Al pasar junto a una macrogranja de cerdos, el fraile exhortó a los porcinos:
-Mansos y mansos, rebelaos contra aquellos que os sacrifican. Los estómagos engordan gracias a vuestras bondades.
Y los gorrinos gruñían desde su torre de babel:
-Tienes razón, frailuco.

Lo mismo repitió a un rebaño de ovejas:
-Sumisas ovejas de esta nación, hoy aprisco de caprichosos políticos, corruptos y mafiosos, rebelaos. Vuestro balido (Beee, beee) debe convertirse en himno de “revolución comunera”. Nadie puede obligaros a maullar como los gatos, a ladrar como los perros, a piar como los pollos… Nadie tiene el poder de esquilaros para robaros vuestra lana, leche…; para comerciar con ella en los mercados más indeseables. ¿Lo habéis entendido, ovejas?
-¡Beee, beee!

Todo lo que predicaba el fraile lo escuchaban los lobos con dientes afilados por los afiladores de turno. De esta manera, llegaron temprano al albergue del Santo Santiago, donde los esperaba impaciente la paciencia mosqueada de Roque Seisón Bajaras. Los depositó en la misma puerta el tractor de Mauricio Nicoco, un agricultor zamorano. Durante todo el viaje, la boca desencajada de Nicoco no cesaba de despotricar contra el gobierno: del olvido de los sudores del campo. También les hablaba su acento de los “pueblos despoblados”. Y les soltó su lamento blasfemado:

-Que vengan aquellos señoritos a trabajar al campo. Los mismos que nos desterraron de los pueblos, viven opíparamente en la ciudad y ahora pretenden redimirnos desde sus poltronas. ¡Mierda! De aquellos polvos vienen estos lodos. Pero, a pesar de todo, estamos muy felices como estamos y donde vivimos. Paz, tranquilidad y sosiego.
-Amén –concluyó el desánimo del religioso.
Dudumizi, dijo:
-Si tantos problemas hay, mando recado a los de mi tribu guyi y que vengan a repoblar estas aldeas. Trabajo necesitan, dicen mis saberes.
-Tú a callar –le frenó el fraile.
Así llegaron ante Roque Seisón. Fray Botarate le preguntó:
-¿Dónde están refugiados los enfermos del Fuego de San Antón?
-¿No oyes sus ayes y lamentos? Ahí encerrados, convertido su cuerpo en heridas, por donde sale el fuego, el humo y las quemaduras. husmeo a chamusquina.
-¿Quiénes son?
-Políticos la mayor parte de ellos. Quieren que les cures de pies a frente, sin tocarles sus malicias; que hilvanes sus dolencias con agua curandera. Están dispuestos a pagarte lo que sea. Hasta, puede, te nombren capitán castrense de sus ejércitos. Solo tienes que bendecir los uniformes de los que van a morir por la patria. Gran honor.
-No.
-Sí.
-Y a mi compañero, ¿qué le darán?
-¿Al africano? Tal vez le concedan el privilegio de que le saque brillo a sus coches oficiales.
-Sí.
-Y ahora entra en la sala del sanatorio de los Zotes, como yo llamo a estos enfermos que sufren el Fuego de San Antón. Todos son políticos, de todos los partidos. A ellos les arde un fuego especial, no común. Sus ardores arrojan chispas. Escucha cómo gimen sus dolores. Se retuercen por el suelo, brincan y saltan sus pies. Tú eres su botica. Al ver llegar al fraile, exclamaban desde la súplica más astuta e irreverente:
-Ayúdanos, fray Botarate. El fuego nos consume y reduce a brasas. Si perecemos, ¿quién pastoreará el rebaño de esta nación? Somos imprescindibles; los reelegidos, por ser los mismos de siempre.
Rocía tus bendiciones sobre nuestras carnes, el agua bautismal para que apague las llamas que brotan de nuestros cuerpos y tanto nos flagelan.
-¿Queréis de verdad ser libres? ¿Sanaros?
-Sí. Haremos lo que sea, fraile. Lo que nos ordene, fraile. Todos nosotros somos ateos creyentes.
-¿Sí? ¿No mentís? Porque solo el que miente es aquel que en su niñez nunca le dieron a probar sesos de cerdo, como es de tradición.
-No engañamos ni mentimos, bien lo saben nuestras ovejillas.
-Entonces… repetid conmigo.
-Sí –todos a la vez.
-Repetid:

“Los votos de mis ovejas
no los cambiaré por lobos
para que cuiden mis robos
y aplaudan con sus orejas”.
Las lágrimas de algunos lloraban contritas y mermaban las ascuas del Fuego de San Antón.
Los más indecentes y corruptos jamás gimoteaban. Preferían sufrir aquel infierno tan atizado por el diablo.
Allí quedaron todos. Sabrá el destino lo que hizo con ellos. ¡Qué sé yo!
Fray Botarate se largó de allí y montó sobre el camino que desboca en Santiago de Compostela. Detrás le seguían los pasos del africano Dudumizi. La palabra del etíope repetía:
-¡Haki, haki, justicia, justicia! Tengo hambre.
Y el fraile le reprendía:
-Calla, desdichado. Te pierde la gula. No tientes a Dios crucificado –mientras él engullía un bocadillo de jamón de pata negra, regalo de Roque Seisón Barajas.
-¡Jobar!
Andando el camino, el fraile notó que sus carnes comenzaban a arder: padecía el mal del Fuego de San Antón, como los zotes políticos no arrepentidos.

Que así sea, amén.

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