El lenguaje no es inocente y la aplicación de términos como menor, popular, tradicional o rural a construcciones y actividades ha causado un daño irreparable a nuestra cultura. No digamos si el espacio o elemento patrimonial está vinculado a lo femenino. El resultado será el desprecio de una sociedad demasiado moderna y sumamente ambiciosa
Rafael Varón. ArkeoClio
Menor, popular, tradicional y rural han sido algunos calificativos que han supuesto una maldición para algunos elementos de nuestro patrimonio. El lenguaje no es inocente y la aplicación de uno o varios de estos términos a construcciones, actividades, actitudes y un largo etcétera han provocado un daño irreparable a nuestra cultura y, por tanto, a nuestra vida.
Estas palabras, que deberían formar parte de descripciones formales del lenguaje técnico que utilizamos para describir lo material e inmaterial de nuestros catálogos patrimoniales, se han convertido en munición para disparar sobre estos. Quien aprieta el gatillo puede ser gente que no estaba en la clave de estos tecnicismos y que no se ha molestado en entenderlos.
También hay francotiradores que sí sabían lo que representan estas palabras, pero que las han usado torticeramente para minusvalorar a los sustantivos que acompañan, en beneficio de su propia concepción del desarrollo y del progreso (una muy cercana a la que produce monstruos).
Poniendo ejemplos de esto que enuncio y para salir del marco teórico y pasar al práctico, proponemos el caso de los lavaderos. Provengo de una ciudad industrial rodeada de unas cuantas pedanías eminentemente rurales en las que existían, y en algún caso aún subsisten, lavaderos públicos.
Para aquellas personas que por edad, como en mi caso, solo hayan conocido las lavadoras en casa diremos que antes de este invento había que ir al río más cercano, o a una de estas instalaciones, para lavar la ropa.
Son estructuras sencillas, en las que se conduce el agua hacia una pileta en el que se sumerge la ropa y esta se frota sobre piedras inclinadas. No conviene perder de vista que el agua procede de un entorno natural y que, salvo muy raras excepciones convertidas en balnearios, surge de fría a muy fría. En algunos lavaderos se lava de pie, en otros de rodillas. En ocasiones están provistos de tejadillos, en otros no se da esta ventaja.
En los lavaderos se compartían cuitas, se intercambiaban noticias, se cantaban canciones, se creaban historias… se vivía».
Estas construcciones, muestra del ingenio de nuestros ancestros, pero probablemente no de una de esas cabezas que han pasado a la Historia con H mayúscula, suman los términos antedichos: menor, popular, tradicional y rural. Si además me pongo las gafas moradas puedo añadir femenino.
El resultado teórico de esta suma es el desprecio de una sociedad demasiado moderna y sumamente ambiciosa. El resultado práctico es su desaparición física en el peor de los casos, su remodelación surrealista en otros. También tenemos la suerte de que algunos se han conservado y apreciado.
Hay francotiradores que saben lo que representan estas palabras y las emplean torticeramente
Con las gafas moradas puestas podemos ver que estos espacios fueron destinados para mujeres. Sitios en que estas pasaban horas frías y húmedas, en las que se compartían cuitas, se intercambiaban noticias, se cantaban canciones, se creaban historias… se vivía.
Claro, todas estas manifestaciones vitales son menores, populares, tradicionales, rurales y femeninas, y al igual que el resto material en el que se concitaban, indignas de nuestra sociedad rápida, esa misma sociedad que cada vez que ha destruido un lavadero se ha hecho menos culta, menos justa y más insolidaria.
