No existe una única manera de visitar Segovia, la ciudad romana, árabe y judía, y por esa misma razón conviene recorrer sus callejuelas dejando al margen la ruta que transitan miles de turistas a diario. Proponemos descubrir sus secretos de la mano de san Juan de la Cruz y Ernest Hemingway, en una visita casi clandestina y alejada de los tópicos sobre la ciudad
Ricardo Ortega
Hay un sinfín de actividades al alcance del ser humano que cuentan con un estricto protocolo, con un claro e indiscutible punto de arranque que debe llevar a un segundo paso prefijado, y después a otro, hasta culminar la que se considera correcta ejecución de una tarea. Pero hay otra serie de disciplinas que admiten un enfoque diferente.
No existe una única forma de iniciar una visita a Segovia, quizá por la imposibilidad de establecer una relación de prioridad entre sus numerosos, y valiosísimos, monumentos. Tampoco ayuda la dificultad de narrar cómo este cerro, cuña entre los ríos Eresma y Clamores, abandonó un día su condición de pinar despoblado y se convirtió en ciudad amurallada fundamental en el devenir de la Corona de Castilla y de España.
Segovia no tiene su historia, sino que es historia. Historia esculpida en piedra y conservada a lo largo de los años por un extraño milagro que la preservó de la voracidad humana. Y eso que han sido varias las ocasiones en que la sociedad local ha debido salir en defensa de su Acueducto, que aquí se escribe con mayúsculas, para que un proyecto urbanístico no arruinara su perímetro.
Unas pinceladas permiten situar al visitante antes de aventurarse por sus callejuelas empapadas de arte y de siglos. Asentamiento celtíbero, ciudad romana, baluarte árabe después y más tarde fortaleza de la repoblación cristiana para ser hoy una de las pocas ciudades españolas reconocidas como Patrimonio de la Humanidad.
Segovia se ha visto proyectada al mundo en buen número de ocasiones. Su iglesia más antigua, la de San Miguel, fue escenario en 1474 de la coronación de Isabel la Católica como Reina de Castilla. Dos generaciones más tarde sus calles vivieron algunos de los episodios más sangrientos de la Guerra de las Comunidades, con una verdadera batalla de trincheras entre el Alcázar y la catedral primitiva, convertida en ruina y que debió reconstruirse en la actual Plaza Mayor.
Unos siglos después, Ernest Hemingway se fijó en la batalla librada por la ciudad durante la Guerra Civil española para legarnos una inolvidable historia sobre el amor y la fidelidad, ‘Por quién doblan las campanas’, inmortalizada en nuestras retinas por el filme que después protagonizaron unos soberbios Cooper y Bergman. Cuentan en los mentideros de la historia que las tropas del general Franco, tras desbaratar la ofensiva republicana, atribuyeron la victoria a la Virgen de la Fuencisla, patrona de la ciudad, a quien sacaron en procesión con el rango de general.
El santuario de la Virgen de la Fuencisla está enclavado allí donde confluyen Eresma y Clamores, otorgando a la ciudad su peculiar forma de barco. Porque Segovia es un castillo, pero es también un barco con un alcázar por proa y una catedral por palo mayor, de la misma manera que podría ser una ciudad encantada o una maqueta como las que servían para nuestros juegos de niñez… Segovia es un barco, y la vista de su casco desde el santuario de la Fuencisla nos sobrecoge por lo imponente de su piedra, por la paz que emana y que se respira en la alameda en la que nos encontramos.
Nadie nos obliga a empezar la ruta por la Plaza del Azoguejo, empequeñecidos y acomplejados por las dimensiones ciclópeas del Acueducto. Obligados a competir con miriadas de turistas llegados de todos los rincones del mundo por una fotografía ante el Mesón de Cándido, o junto a los pies rocosos del coloso romano. Ese inicio de la visita solo puede tener una continuación, que es ascender hasta la Plaza Mayor por la Calle Real, como se denomina a la vía peatonal que penetra en el casco urbano ajena al hecho de que un día ese acceso estuvo protegido por una muralla.
La calle, de nítido sabor comercial, parece diseñada ex profeso para canalizar el flujo de visitantes, lo que hace que Segovia se parezca desde ella a cualquier otra ciudad; imposible disfrutar del sabor único de las callejuelas segovianas, ni siquiera recrearse en la belleza de los edificios singulares (la alhóndiga, la antigua cárcel, la iglesia de San Martín) que el tumulto encuentra a su paso.
Sigamos los mandamientos del denominado turismo lento (desplazarse a pie cuando sea posible, disfrutar de los productos locales, mezclarse con los lugareños) y empecemos el camino, por tanto, desde la Fuencisla. Si trepamos a lo alto del cerro que cobija al santuario obtendremos una de las imágenes más recordadas de Segovia, cuando la ciudad adquiere la apariencia de maqueta, o quizá de juego infantil. Al descender, a nuestro lado dormita en silencio el convento de los Carmelitas Descalzos, tumba de san Juan de la Cruz. Visitemos el lugar donde descansan los restos del santo poeta, aprovechando que estos años conmemoramos la figura de su alter ego femenina, Teresa de Jesús, y preparemos nuestro ascenso a la ciudad con la lectura de sus versos más recordados, que grabados sobre una pared recibe a quien visita el sepulcro:
“Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres,
rompe la tela deste dulce encuentro”.
Rendido homenaje al místico castellano, podemos dar sentido a nuestro paso y abordar el casco antiguo de la ciudad tomando el mismo camino que él empleaba, como se encarga de confirmar el callejero: Paseo de San Juan de la Cruz. Esta ruta atraviesa la muralla por la puerta de Santiago y, dibujando una zeta, nos ofrece la impagable visión de la iglesia de San Esteban, poseedora de la torre más alta del románico de Castilla y León. Puede que la más espectacular. Este ‘minarete’ cristiano ilustraba, no hace tanto, la moneda de 25 pesetas dedicada a Castilla y León, en cuyo reverso figuraban los toros de Guisando.
Desde allí, proponemos un par de calles dedicadas a sendos héroes del Dos de Mayo madrileño, Velarde y Daoíz. La primera nos llevará hasta el Alcázar, cuya visita bien valdría una excursión monográfica a la ciudad. Mucho se puede aprender en él sobre la vida de los reyes y nobles, y también sobre el arma de artillería. Pero si de andar se trata, rindamos un sentido homenaje a Daoíz y ascendamos, en línea recta, hasta la Plaza Mayor de la ciudad, en cuyos bares podremos disfrutar de los mejores vinos de España y donde el ‘tapeo’ configura el complemento perfecto del turismo cultural. Tanto quizá como pedir mesa en uno de los innumerables restaurantes y ordenar un Cochinillo de Segovia.
En el acceso a la plaza nos topamos con la majestuosidad de la catedral, la última de estilo gótico de las construidas en la meseta y la más alta de todas ellas. Los segovianos, orgullosos como están de su patrimonio, se refieren a ella como ‘la dama de las catedrales españolas’. No entremos en comparaciones. Penetremos, por el contrario, en este templo y admiremos toda su riqueza; disfrutemos del silencio que la respeta a pesar de la permanente avalancha de visitantes, que continúa a la salida.
Hemos llegado a la plaza y podemos sumergirnos en su ambiente, o bien inclinarnos por evitarlo. En ese caso, tomemos a nuestra derecha la calle de Santa Ana; a la izquierda, la calle Judería Vieja nos asoma al Paseo del Salón, terraza que ofrece una magnífica vista del río Clamores, en la cara sur de la ciudad. Estamos en el barrio donde habitaron los hebreos antes de expulsión y, si miramos al otro lado del río, podemos observar los restos de su antiguo cementerio, hoy recuperados y señalizados como homenaje y como uno más de los hitos turísticos de la ciudad
Tras un breve descanso debemos, ay, retornar al bullicio a través de la Puerta de la Luna para, en una última concesión al turismo de multitud, admirar la belleza románica de la iglesia de San Martín, entre la vieja cárcel y la magnífica plaza de Medina del Campo, conocida también como de Juan Bravo o de las Sirenas. En esta, debemos contemplar a un tiempo la estatua del líder comunero y el torreón de Lozoya, y sin perder de vista por un segundo a San Martín, el resto de edificios de este rincón singular: la casa del Siglo XV, la Casa de los Bornos y la Casa de los Solier.
Ánimo, que esta visita rápida, fundamental y casi furtiva a Segovia todavía ha de rendir culto a la obra que legaron a la humanidad los hijos de Rómulo y Remo. Nuestra marcha ya se produce cuesta abajo, sin más contratiempo que un vistazo deslumbrado a la Casa de los Picos, que tanto nos recuerda a la casa de las Conchas de Salamanca o a la ‘Casa dos Bicos’, en Lisboa.
Pese a lo dicho al principio, no podemos dejar Segovia sin visitar en el Acueducto, con casi un kilómetro de arquería de piedra y 29 metros de altura en su punto más elevado, a mitad de camino entre la muralla y Casa Cándido, monumento viviente al mítico mesonero mayor de Castilla. Bien podríamos reponer en él nuestras fuerzas.
Aunque en nuestra marcha, acaso apresurada, hemos visto casi todo de Segovia, lo cierto es que no hemos visto casi nada. La ciudad bien merece que hagamos parada y fonda incluso durante varias jornadas, ya que son muchos los tesoros que nos quedan por descubrir. Mejor si lo hacemos confundidos con los vecinos de la ciudad, a hurtadillas, para apreciar de verdad el sabor de una ciudad llena de secretos.