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Fray Botarate y su maestra

José González Torices
José González Torices

Fray Botarate venía de sudada y lágrima. Su maestra de niñez había fallecido días antes y la pena le escocía en el alma. Cuando Obdulio, el pastor -que su nombre significa “el que conforta”- le preguntó de dónde cabalgaba su cuerpo descompuesto, el frailuco le dijo, con voz oscura, sin cocer:

-Del pueblo de más allá del otro lado del teso, de Quintanilla del Fresno. Porque… dimos cristiana sepultura, hace dos tardes, al cuerpo de doña Jacinta Lomas Sinoco, la Montañesa. Llamada así, la Montañesa, por haber nacido en Laredo, Cantabria, hija de Almedico Lomas, pescador de bocartes. Dimos, ya digo, camposanto a doña Jacinta, soltera, setenta y siete años, maestra de nuestro pueblo de Quintanilla del Fresno. Nunca nuestros ojos lloraron tanto. Y las letras de nuestros libros, pienso, no dejaban de gemir al enterarse de su desaparición. Que fue ella, doña Jacinta, mujer de camino a cigüeña, alta espiga, ojos de mar, corazón de hogaza, palabra de santo Evangelio; siempre revolución. Enérgica voz en la mirada. Tierna de alma. Muy querida.

Lloraron nuestras lágrimas, ya digo. Y las campanas de la iglesia de San Babilés redoblaron llanto. Se había ido la maestra con la primavera de los vencejos. Cuando los campos reverdecen y se cubren de amapolas y amarillas. Y las rosas. Y los grillos en el prado. Y las ranas y los nidos de los verderones y jilgueros. ¡La madre de todos! La que más lo sintió fue Micaela Sandino Sompa. Se enteró de su fallecimiento ya tarde. Cuando andaba por Perú, poniendo en marcha una empresa de quesos y productos de la tierra y de la mar, llamada “Mar de trigo”. También de la mar que, siendo ella de Tierra de Campos, había logrado contactar con la familia de doña Jacinta, la de Laredo, para promocionar aquellos pescados.

Cuando se lo comunicamos, hablo de la muerte de la maestra, Micaela Sandino Sompa, no sabemos cómo lo haría, qué avión tomó, que en unas horas se presentó en el pueblo de Quintanilla del Fresno.

-¿Dónde está su cuerpo? –preguntó impaciente.

Nemesio Lunas Sixto, apodado el Casitrés, alguacil, enterrador y dueño del bar la Espuela, le indicó:

-Está doña Jacinta, de cuerpo presente, en una de las aulas de la escuela. Hemos apartado los pupitres y colocado el féretro en medio. Allí está velándola todo el pueblo con lágrimas, rezos y lamentos. No es fácil, Micaela, entrar, está repleta de almas agradecidas. Hay ramos de flores por todas partes. ¡La queríamos tanto!

-Quiero verla –insistió la recién llegada.

-Te acompaño, mujer –dijo el alguacil, hombre ralo, flaco, más seco que una bacalada del norte. Padre de siete hijos. Muchos de ellos colocados, y bien, en la ciudad de Zamora: una hija monja, otro fraile, otro médico, otro pastor, otro… A dos de sus vástagos, Macario y Renata, les había sufragado los estudios la maestra. Con una condición: que volvieran al pueblo y pusieran en marcha una cooperativa, la que hoy conocemos por “El Majuelo”, para enriquecer y hacer prosperar a la aldea, dando trabajo a los jóvenes. ¡Qué sé yo! Todo se lo debía a ella, a la maestra, a doña Jacinta-. Te acompaño, mujer –insistió el enterrador-. Todos estamos muy apenados. Como si se hubiera paralizado el aire, o helado. Se nos fue la madre.

-Tranquilo, Nemesio. Se fue, pero nos dejó a nosotros, la copia de su espíritu, Nemesio.

-¡A Dios las gracias, Micaela!

-¡A Dios las gracias, Nemesio!

Cuando Micaela entró en la escuela, todos los ojos allí presentes se volcaron en su esbelto y cuidado cuerpo, ahora desencajado.

-¡Ha venido! –exclamaban  algunas bocas.

-¡De Perú, que eso está muy allá! – recalcaban varias lenguas.

-¡No podía faltar! – insistían muchas palabras.

-¡Lo que hizo por ella no se paga con dinero! –remataba un grupo de  mujeres.

-Ya, ya, pero…

Aquel “pero” tenía un acento ácido. Sobre todo expulsado por los labios de don Fabrique Manganesos Sánchez, en la soltería, señor de heredada casona, de peine, laca y espejo, poca letra, vasto campo, caballo blanco, criada durante el día, ama de llaves siempre, comida abundante, bebedor sin escrúpulos, mujeriego, político sin remordimientos, amo y señor, según él, de todo ser vivo que gateara por el pueblo, que era él la ley de las voluntades, y nadie levantaba el polvo del camino sin su permiso, amén.

-Ya, ya, pero…

Cuando Micaela se dirigía al ataúd, donde reposaban los restos de la maestra, Fabrique Manganesos Sánchez, que tenía acurrucado su cuerpo en una silla de ruedas por causa de una caída de caballo, la saludó:

-Hola, Micaela.

La mujer lo miró de soslayo, con frialdad y, sin decir palabra, agitando la cabeza, contrariada, dirigió sus pasos hacia la caja mortuoria. Iba como mareada, sonámbula, llorosa. Avanzó lentamente y, llevada por una fuerza interior, se abrazó al féretro. Sólo le afloraban, de aquel corazón exaltado, las mismas palabras:

-¡Madre, madre, madre!

Todos los allí presentes comprendimos aquella emoción no contenida. Y nos dejamos llevar por ella, repitiendo al unísono:

-¡Madre, madre, madre!

A Fabrique Manganesos Sánchez se le escapaban las lágrimas, goteaba la nariz, salpicando sobre el pantalón, rociándole las ya arrugadas y torpes manos.  Y exclamaba con todos nosotros, como arrepentido de su vida pasada, que bien la hizo padecer a la maestra.

-¡Madre, madre, madre!

Que mucho sufrió doña Jacinta por su culpa; cuando iba casa por casa para convencer a los padres de que sus hijos debían aspirar a más, a más estudios; que debían sacarlos del campo, de las faenas del campo… para, luego, regresar a él con otras ideas, otras ilusiones, otras “revoluciones”, otras formas de enfrentarse a la naturaleza, de sacarla más rendimiento. A lo que se oponía, por principio, Fabrique Manganesos Sánchez:

-De aquí no se mueve nadie, maestra. Ya lo sabes. Si se van, ¿quién cuidará mis campos, mis huertos, mis ovejas, mis viñedos…? ¿A quién podré mandar?  Y no te consiento –le había advertido amenazante, en otra época antes de la democracia, cuando llegó al pueblo de Quintanilla del Fresno- y no te consiento, maestra, que alteres a mi gente. Y si lo haces, atente a las consecuencias: tengo poder para desterrarte de este lugar. Hasta de acusarte de algo. De roja, por ejemplo. Tengo poder. Y mucho.

A lo que siempre respondía doña Jacinta:

-El progreso está en la cultura. Los mejores campos están dentro de las cabezas de los chavales, en los libros, en las ideas. Y mi obligación es ir sembrándolos de letras, de palabras, de poesía, de belleza, de ambición para mejorar todo lo que les rodea. Hacerles felices, no unos huérfanos desesperados, sin futuro.

-No estoy de acuerdo –protestaba Fabrique Manganesos Sánchez.

-Pues lo siento por ti, ya ves, don Fabrique.

Pero si algo le irritaba a aquel ser de alterado pensamiento, de cabeza repleta de púas, de pinchos y cardos borriqueros la mente, era que hubiese rescatado a Micaela, dado estudios, mandado a Madrid a un instituto y luego a recorrer el mundo, ofreciendo los productos de la tierra, abriendo mercados. Micaela era la hija de su ama de llaves, mujer viuda;  de la que, luego, se había enamorado el hombre apasionadamente y, la mujer, nunca había correspondió a sus pretensiones, abandonando la casona de su amo.

A eso de media tarde, sus alumnos y alumnas, ya mayores, condujimos el féretro a hombros hasta la iglesia de San Babilés. Hacía calor. Calor de vencejos. Don Nicolás, el sacerdote, nos aguardaba en la puerta, con capa pluvial, negra, de óbito. Por el camino, algunas mujeres rezaban el rosario en alta voz. Otros, los más, guardaban silencio. El perro de Isabelo, el pastor, no dejaba de ladrar. Josefina, la Manca, arrojaba pétalos de rosas sobre el ataúd. Arcadia, la Patosa, mujer quebrada por los surcos, la que cuida un huerto y entrega su cosecha a los pobres que por allí se acercan, esparcía granos de trigo por el suelo, al paso de la comitiva. Una bandada de palomas sobrevolaba por encima de nuestras cabezas, formando una cruz. Allí estábamos cuando apareció un autocar repleto de pasajeros. Por lo visto venían de Laredo. Venían al entierro de la hija del pescador Armenio, como la conocían en aquel lugar cántabro.

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La ceremonia religiosa no la pudimos realizar en el templo. Había demasiada gente en la calle. Antiguos alumnos y alumnas que venían a dar el último adiós a su querida maestra. De modo que el funeral se decidió que fuera en medio de la Plaza de los Niños. Con el altar sobre un practicable. Se rezó, se cantó. Habló don Nicolás, el cura, también antiguo alumno, para decir emocionado, recordando las palabras de doña Jacinta, que ella les había dicho: “Cuando yo me vaya, niños, me veréis en el volar de los pájaros. Y yo desde arriba os veré”.  El presbítero no pudo terminar su homilía. Se echó a llorar.

Al final de las misas, un grupo de dulzaineros entonaron la canción que tanto le gustaba a la maestra, la de las Habas verdes. Y un poeta, compañero mío de clase, recitó unos versos que jamás olvidaré. Cuando terminó de recitar el poeta, Fabrique Manganesos Sánchez, rompiendo el silencio de los presentes, exclamó con todas sus fuerzas:

-¡Viva la madre Teresa de Calcuta, Jacinta la maestra!

Y todos respondimos lo mismo. Entonces fue cuando Micaela Sandino Sompa, más serena, sacó de su bolsillo una carta que, entre sollozos, leyó públicamente y que venía a decir así: “Mi querida Micaela. Ya sabes lo que te quiero. Ahora te voy a pedir un favor, un gran favor. Un favor antes de que me vaya definitivamente de vuestro lado. Estoy muy enferma, mucho. Te suplico que vuelvas a tu pueblo, a Quintanilla. Vuelve, Micaela. Todos los de aquí te necesitan. Tú tienes ideas, estás muy preparada, eres una emprendedora. Para eso quise que estudiaras. Vuelve. Levanta una fábrica. Da trabajo a nuestros jóvenes, para que no abandonen el pueblo. Ya sabes lo que quiero decirte, Micaela. Besos. Tu maestra Jacinta”.

Micaela se secó las lágrimas. Miró a todos los que allí estábamos y dijo:

-Aquí me quedo. Con vosotros.

Todos aplaudimos a rabiar y repetimos sin cesar:

-¡Viva, viva doña Jacinta, nuestra maestra!

Las campanas de la torre de San Babilés, ahora, repicaban a gloria. Doña Jacinta no había muerto. Vivía en el corazón de cada uno de nosotros.

El pastor Obdulio consoló a fray Botarate con un cantero de pan, un algo de queso y poco vino. El religioso comió, bebió y acarreó a su cuerpo para dormirlo tumbado en la sombra de sus lamentos.

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