Ricardo Ortega
El consumidor más sensible y curioso guarda en su registro de sabores, a buen seguro, las sensaciones que dejan en nariz y boca las elaboraciones de Dominio de Atauta. Vinos minerales, más sedosos y, por eso mismo, con menor estructura de lo que se estila en el conjunto de la Ribera del Duero.
Hay diferentes razones para que estos tintos hayan adquirido semejante personalidad, tan celebrada por quienes los incluyen entre sus preferencias, y todas tienen que ver con la historia, con el paisaje, con el factor humano. Nos encontramos en un rincón de la provincia de Soria, a mil metros de altitud, donde Dominio de Atauta llegó con el cambio de siglo para salvar un viñedo antiquísimo, prefiloxérico, y sobre todo para sacar todo el partido a unos suelos de enorme potencial.
Protagonistas de esta aventura son Ismael Sanz, como responsable de viticultura, y Jaime Suárez, al frente del departamento de enología. Su trabajo ha permitido obtener una exhaustiva imagen de los diferentes suelos del valle de Atauta, un pequeño territorio de cuatro kilómetros de longitud y uno de anchura. En él se han definido 600 parcelas, agrupadas en 25 parajes o ‘terroirs’ diferentes, cuya elaboración se hace por separado en una labor acometida con escrupuloso rigor científico. Con más amor por el terruño y por la uva que criterio económico.

La bodega abarca 45 hectáreas de tinto del país, como siempre se ha llamado aquí a la tempranillo, con una antigüedad que nos permitiría hablar de arqueología vitícola. Las viñas tienen una antigüedad de entre 120 y 170 años y se salvaron de la filoxera gracias a unos suelos mayoritariamente arenosos, además de por cierto aislamiento con respecto a otras plantaciones. Como recuerda Jaime Suárez, esas cepas llegaron al siglo XXI casi exhaustas, con un planteamiento de o obtener la máxima cantidad frente a la calidad.
Desde la llegada de Dominio de Atauta, por el contrario, se ha mimado a la planta para sacar lo mejor de ella, sin que nunca se le exijan rendimientos de más de 2.500 kilos por hectárea. La uva obtenida se transformará en mosto y después en vino en las instalaciones de la bodega, que se descuelgan en un conjunto de cuatro plantas que permiten funcionar por gravedad. La uva entra por la planta superior y cae a los depósitos de la siguiente. Un nivel más abajo se encuentra la nave de barricas y abajo del todo espera el botellero.
La intervención sobre la materia prima es muy cuidada, siempre con fermentaciones naturales y filtraciones muy suaves. La fermentación maloláctica se realiza en tinas y de ahí el vino pasa a la sala de barricas.
Este proceso finaliza en el mercado, con las marcas más conocidas de la bodega: unas 40.000 botellas de Dominio de Atauta -a partir de viñedos en los suelos más arcillosos del valle- y cerca de 60.000 de Parada de Atauta, procedente de suelos más arenosos; el resultado es un vino de textura sedosa, que gusta a un público más amplio.

De los 25 ‘terroirs’ identificados se ha destacado a cinco por su carácter, de modo que se embotellan por separado dentro de la colección ‘Single Vineyards’, o viñedos singulares. Son La mala, Valdegatiles, Llanos del almendro, La Roza y San Juan, en algunos casos obtenidos tras un laborioso proceso de recuperación de viñedos que estaban abocados a la desaparición.
Son más historias, en el fondo, de las que se pueden encerrar en una botella. Por eso la bodega se ha abierto al enoturismo, que se basa en visitas de grupos pequeños.
El recorrido invierte tanto tiempo en el viñedo como en la bodega, donde se catan cuatro elaboraciones. A lo largo de la mañana las explicaciones se ofrecen por personal de la propia bodega, el más cualificado para transmitir la importancia del suelo, del clima, y por supuesto para poner en palabras el mimo por la viña y por la uva.
El visitante a la bodega se marcha convencido y fidelizado, “puesto que se va con la sensación de haber realizado un descubrimiento increíble”, destaca Jaime Suárez.